martes, febrero 25, 2014
0
CAPÍTULO II
EVOLUCIÓN DE LA FARMACIA
Y

LA BOTICA DEL MUSEO DE LA HUERTA

En el Renacimiento surge con especial brillo la figura de Paracelso, el gran polifacético que nació el año siguiente al descubrimiento de América y que murió a los 48 años después de romper todos los moldes con que se topó. Su verdadero nombre, que él latinizó simplificándolo, era Aureolus Theofrastus Bombastus von Hohenheim; bajo, gordo, calvo y cheposo y, quizá, no muy simpático, no es de extrañar que fuese llamado el "Médico maldito", sobre todo por sus compañeros que le consideraban absolutamente heterodoxo. Para él, la medicina estaba basada en cuatro pilares: la filosofía (por la necesidad de conocer la naturaleza humana) la astronomía (ya que el microcosmos humano es reflejo e interacción con el conjunto astral) la alquimia (como medio de obtención de principios medicamentosos) y finalmente la moral en la que se ha de basar toda actividad humana. Rompió con la medicina al uso, atizando el fuego de una noche de San Juan para quemar los escritos de Avicena y romper así con el pasado. A pesar de sus fantásticas elucubraciones esotéricas, sus avances en la química y la farmacia fueron evidentes; destiló y aisló alcoholes, licores, esencias y aceites, descubrió el vitriolo (ácido sulfúrico, capaz de atacar al vidrio) y el agua fuerte (ácido nítrico). Obtuvo el laudano del opio, trató la sífilis con el sulfato básico de mercurio (al que llamó “turbit mineral”), al oxicloruro de mercurio le llamó “mercuriales vitrea” y fabricó el famoso “Licor de Hoffman”, compuesto de éter y alcohol y que con su poder alucinógeno ayudaba para aliviar dolores en intervenciones quirúrgicas. Varios de estos productos se encuentra en la “sala botica” del Museo de la Huerta ya que su uso continuó hasta finales del s. XIX. Estudió el cretinismo y el bocio empleando para su solución hierro y otras sustancias minerales y capto la existencia de otras enfermedades metabólicas. 

Figuras dignas de protagonizar novelas, películas u obras teatrales no faltaron tampoco. A Leonardo de Fioravanti, que sin ser médico recetaba, sin ser cirujano operaba y sin ser boticario hacía medicamentos, debemos el famoso bálsamo de su nombre (de resinas, nuez moscada y almizcle), así como las “Píldoras divinas”, “licor Magno” o el "ungüento Angélico". ¿Cómo olvidarle si aún algunas las encontraremos en el museo?

Los conquistadores españoles de América trajeron a Europa los conocimientos de la farmacia precolombina. Así conocemos el uso de alucinógenos, coca, chicha o peyote. Quizá con ellos se hacían más llevaderos los dolores de la enfermedad y la espera de las jóvenes vírgenes que, para  aplacar la ira de los dioses, últimos responsables de sus males, iban a ser sacrificadas en crueles y sangrientas ceremonias.

El “Nuevo recetario” de Florencia, que apareció en 1498, puede ser considerada la primera Farmacopea en el sentido actual del concepto. Poco tiempo después (en 1511) apareció en Barcelona la “Concordia Pharmacopolarum Barchinonensis in medecinis compositis” y en 1651 otra en Valencia ya con título de farmacopea: “Pharacopoeia valentianensis ivssv et avtoritate amplissimi senatus elaborata et in civivm salvtem adita”. La farmacia había encontrado ya su camino. La primera Farmacopea Hispana, oficial es de 1793.

El Colegio de Farmacéuticos de Madrid se creó en 1589 como “Congregación y Colegio de Boticarios de San Lucas y Nuestra Señora de la Purificación” con sede en el convento de San Felipe el Real, aquel en cuyas gradas pocos años después deambulaba Don Francisco de Quevedo levantando todo un vendaval de escándalos. Este era un hermoso edificio a la entrada de la calle Mayor desde Sol, que se debía a los famosos arquitectos Juan de Mora y André de Nantes y fue desamortizado por Mendizábal en el s. XIX y demolido para construir un bloque de viviendas que aún perdura. 

El Colegio deambuló por diversos lugares como la Iglesia del Espíritu Santo de los Clérigos Menores en cuyo solar está ahora el Palacio de las Cortes o el Noviciado de los Jesuitas en la Calle de San Bernardo que tras ser desamortizado, se convirtió en Facultad de Derecho de la antigua Universidad Central de Madrid. En tiempos más modernos estuvo en la calle Barquillo no faltándole un huerto anejo para el estudio de la botánica, trascendental asignatura en época en la que los medicamentos se hacían en la reboticas y preferentemente de plantas medicinales.

España, en le época de Carlos III, fue, aunque se suele ignorar, la nación del mundo que más invirtió en pro del conocimiento de las ciencias naturales. De aquí partieron diversas expediciones de carácter científico de las que tenemos que destacar la de José Celestino Mutis en 1784 al Perú y que, entre otras importantes aportaciones, nos trajo la quina. La larga expedición que en su conjunto duró nada menos que treinta años, seguramente supera en su valor científico a las famosísimas de Cook, la accidentada de La Pérouse o la de Bouganinville. La primera supuso la anexión a la corona británica de Australia (ya descubierta muchos años antes por los españoles) y Hawai, cuya existencia se conocía por Álvaro de Saavedra sin que las hicieran españolas.
También la del capitán Alejandro Malaspina cuatro años más tarde, con sus navíos “Atrevida” y “Descubierta” expresamente proyectados y construidos para el servicio que habrían de hacer circunvalando el orbe en un viaje “político-científico” y en cuya expedición participaron astrónomos, hidrógrafos, naturalistas, pintores, dibujantes y el famoso botánico Née. Además de levantar 34 cartas marinas consiguieron una ingente colección botánica y mineral.

Pasados unos años, en tiempos de Fernando VII, y con otro propósito medico-científico, debemos recordar la famosa expedición del alicantino Francisco Javier Balmis que salió de La Coruña con reservorios humanos (niños infestados por inoculación previa) para vacunar de viruela, desde sus pústulas, en un largo viaje alrededor del mundo. Estos hombres y mujeres (que de todo había en la expedición) con la heroica intervención de aquellos niños sacados de la Inclusa, salvaron de una muerte segura a miles de personas y no solo de nuestras colonias. Escribieron así uno de los hechos más asombrosos de la medicina mundial, y del que Jenner dijo que no se imaginaba que en los anales de la historia hubiese un ejemplo más noble y Humboldt la calificaba de la más memorable de la historia.


La farmacia moderna debe mucho a dos figuras señeras: Linneo y Lavoisier. El primero, que realmente era médico que ejerció de botánico, puede ser considerado el fundador de esta ciencia. Con su clasificación de nomenclatura binaria descrita para todos los ramos de la naturaleza por clases, órdenes, géneros y especies creó la nomenclatura zoológica total, incluido el hombre (homo sapiens). Fue el primero que utilizó el escudo y la lanza de Marte para identificar al sexo masculino y al espejo de Venus para el femenino. En su colección particular, a su muerte, tenía más de 14.000 plantas, 3.198 insectos y 1.564 conchas



Lavoisier le debemos la química moderna pues desacreditó el “flogisto” descubriendo el misterio de la combustión y el protagonismo en ella del oxígeno. Descubrió que este elemento juntamente con el hidrógeno eran los componentes del agua. Concibió la nomenclatura química con la que se identifican todos los productos químicos. Definió “la ley de la conservación de la materia” y su aplicación a las ecuaciones químicas, entre otras cosas. Se le considera el padre del sistema métrico ya universalmente aceptado.  Figura tan señera y a la que tanto debe la humanidad merecía un reconocimiento universal; así lo hizo el progresismo de la Revolución Francesa que como consecuencia de una acusación (como es natural, inventada) nada menos que del mismo Marat, de adulterar  tabaco, le hizo guillotinar para satisfacción del populacho y gloria de la Revolución. Rodó su ilustre cabeza mientras un río de sangre inundaba el patíbulo y, según se dice, parpadeando para espanto de los presentes. La sentencia había sido inapelable y  la queja de ciertos sectores, que pedían clemencia en virtud de la categoría del condenado, fue contestada por boca del Presidente del Tribunal: "¡La República no necesita científicos!"

Dibujo de J. A. Caride de Liñán
Hace dos o tres siglos los boticarios se verían obligados muchas veces a la búsqueda personal de material farmacéutico, quizá tocados con el sombrero de tres picos según la obligación que debido a su “distinguido empleo” les impusiera en 1766 el Conde de Aranda. Así sucedería en Alcantarilla que, según el catastro del Marqués de la Ensenada, tenía tres boticarios: Nicolás SempereAntonio López Mesas y Francisco Molino, si bien este último solo Oficial de Boticario, aunque ejercía como tal. No es difícil imaginarlos buscando plantas medicinales como hacían durante sus estudios en Madrid en el huerto del Colego de Boticarios de la calle Barquillo, tan surtido de las mismas. Necesitaban de la materia vegetal con la que confeccionar las tisanas, pócimas, ungüentos, polvos y otras formas farmacéuticas que se le solicitaban: la pimienta, el azafrán, el regaliz, la mostaza, el rábano, el rabo de gato, el ajo, la zarzaparrilla o la corteza de granado, podría encontrarlos por los alrededores. No así la jalapa, el sasafrás, la quina, la mandrágora, el guayaco o el palo santo. Estos habría que buscarlos en mercados de drogas especializados, antecesores de los actuales Centros Farmacéuticos o Cooperativas para distribución a las boticas. Del mismo modo el bórax, el alumbre, el mercurio o el sulfato ferroso, elementos frecuentes en distintos preparados se obtenían en esos comercios distribuidores que demasiadas veces se convertían en la competencia de Farmacia y que intentó resolver la promulgación de las Ordenanzas de Farmacia en la época de Isabel II (1860).


José Antonio Caride de Liñán.
  
Editado por: La Redacción.

0 comentarios:

Publicar un comentario