lunes, febrero 17, 2014
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CAPÍTULO I
EVOLUCIÓN DE LA FARMACIA
Y

LA BOTICA DEL MUSEO DE LA HUERTA

En cuatro artículos vamos a adentrarnos en la historia de la Farmacia y de la Botica del Museo de la Huerta. 


Don José Sala Yust en su farmacia.
No espere encontrar el visitante de la sala que el Museo Etnológico del Museo de la Huerta de Alcantarilla dedica a la farmacia, una instalación que recuerde a alguna de aquellas maravillosas boticas que están esparcidas por toda la geografía patria: Cruceiro en Betanzos, la del Globo en Madrid, la de Llardecans en Barcelona, la del Hospital de San Juan Bautista de Astorga, la de San Juan Tavera en Toledo, la Botica de Valldemosa en Mallorca o en Madrid la de Maeso o la de la Reina Madre. No intenta nuestro Museo emular a las que aquí en Murcia tenemos muy hermosas: en Lorca la de Sala Just que ahora ocupa un lugar destacado en el Palacio de Guevara de la Ciudad del Sol o en Murcia la de la antigua saga farmacéutica de los Ruiz Seiquer, además de las de Ricardo Tomás en Yecla, la de Prudencio Rosique en Calasparra, la de Pascuala María Pérez de Fortuna, la de José García Serrano en Lorca y tantas y tantas, algunas ya desgraciadamente desaparecidas. El homenaje que se pretende no es a la arquitectura o a la decoración, sino al material técnico que la integra, a los medicamentos confeccionados en el inicio de la industria farmacéutica y a los productos galénicos con los que se hacían las fórmulas magistrales, algunas de las cuales, en nuestros días, mantienen la actualidad de sus cualidades terapéuticas, y, por supuesto, a los profesionales que los usaron para confeccionarlas, “según arte”, empleando sus morteros o sus alambiques: los farmacéuticos. Se acompaña, como veremos en su momento, de una amplia biblioteca, una buena colección de revistas especializadas y material diverso de uso frecuente en las farmacias de finales del siglo XIX. Queremos mostrar la época en la que se inicia el declive del trabajo de rebotica y nace la industria farmacéutica.

La historia de la farmacia se remonta al principio de los siglos, pues la lucha contra el dolor y la enfermedad es congénita a la humanidad. No es pués de extrañar que la magia intentase resolver lo que más tarde consiguió el empirismo catalizado por la imaginación. Porque pasados los siglos o quizá con la experiencia de muchos miles de años, se fueron observando las consecuencias de ingerir algunos vegetales o minerales. Ya en Mesopotamia los hechiceros utilizaron nada menos que 250 plantas, 120 minerales y abundantes productos animales para intentar curar o aliviar… Incluso se atrevieron a usar la cirugía. En tiempos de Hammurabi (XXI s. a. De C.) en la ciudad de Sippara los vendedores de drogas tenían sus puestos separados de los restantes vendedores cual auténticos boticarios cuasi antidiluvianos.

Cada civilización fue componiendo su propia farmacia, la mayoría de las veces con tan escasa interrelación o influencia entre ellas, cuanto más antiguas fueran, por las casi insalvables distancias físicas y cronológicas y la inexistencia de métodos de propagar los conocimientos adquiridos. En la mayoría de los casos la extinción de cada civilización suponía la perdida de sus logros terapéuticos.

De la civilización de Egipto, por el papiro de Ebers sabemos que conoce las aplicaciones de más de setecientas sustancias simples o mixtas preparadas por especialistas, en una época caracterizada por el mejor conocimiento de la anatomía (gracias a los embalsamamientos) que les permitió la práctica de la trepanación, aunque solo Dios sabe con qué resultado.

A la antigua medicina china debemos el inicio de la dietética, el masaje y la acupuntura para restablecer el equilibrio funcional, sin olvidar que manejaban nada menos que 2.000 simples, sobre todo de origen vegetal. Además, asombrósamente usaron la variolización por ingestión de pústulas, practicando una especie de vacunación con muchos siglos de adelanto.

En la farmacia de la civilización griega aparecen los “rhizotomoi”, especialistas en plantas medicinales y los “fhamacopoli” que vendían otras substancias medicamentosas. Pero la medicina, y por ende la farmacia, estaba fuertemente implicada en la filosofía y las mismas matemáticas. Sin conocer la naturaleza del hombre les parecía imposible atajar sus problemas, incluidos los de salud. La mayoría de los filósofos fueron avanzando en sus teorías y de un modo paralelo propagando los conocimientos sobre la farmacia y la medicina. Empédocles (el de los cuatro elementos) Demócrito (el de la teoría del átomo) Heráclito (el de todo fluye, todo pasa, “panta rei”) Pitágoras (que defendía que la salud es armonía y afirmaba algo tan moderno como el que había que tratar a los enfermos y no a las enfermedades) todos ellos, influyeron de una u otra manera en la evolución de la farmacomedicina. Platón desde su Academia y Aristóteles desde su liceo, formaron a los primeros que pueden considerarse médicos: Diocles, Teofrasto y Estrabón.

Mención especial merece Hipócrates autor de los famosos 53 escritos del llamado “Corpus Hipocrático” con su conocido juramento, y que en la actualidad punto de ser considerado obsoleto, ya que ahora se pretende obligar a los profesionales a actuar contra su prístina esencia con la eliminación médica de nonatos y viejos incordiantes.

Aunque sea difícil distinguir entre las profesiones de médicos y farmacéuticos, para muchos el primer farmacéutico sería Galeno. Utilizaba de una manera muy racional una serie de productos; por ejemplo, diversos purgantes entre ellos, una mezcla de miel y agua o también, aceite con sal o, como no, el aceite de ricino que algunos de nosotros hemos sufrido. Como evacuantes de bilis amarilla usaba escamonea y para la bilis negra, tomillo. Contra vómitos, el enebro y el queso; las castañas o los huesos calcinados como astringentes. Y todo ello utilizando formas farmacéuticas ya actuales: cocimientos, tisanas, polvos, infusiones, comprimidos, linimentos, emplastos e incluso pastillas y supositorios, sirviéndose ya ciertos coadyuvantes y excipientes para aplicación de los principios activos.

En Roma, la ocupación farmacéutica estaba ejercida por los “Pigmentarii” y los “Ungüentarii” pero sobre todo por los “Seplasiarii” que se concentraban en la Vía Seplasia de Capri y que vendían también famosos perfumes.

Después de unos siglos de estancamiento, si no de retroceso, los siguientes pasos positivos se conocen gracias a la síntesis que el Islam supo hacer de cuantos países conquistaron y su "hallazgo" de Dioscórides al que tanto partido sacaron. Consideraron a la Farmacia como a una de las más nobles, artes sacando a los herboristas de las calles e introduciéndolos en locales, en los que comenzaban a verse envases esmaltados para medicamentos como anticipo de los famosos “albarelos”. Crearon academias anejas a las mezquitas en diversos lugares desde Bagdad y Samarcanda, y en España en Córdoba, Sevilla, Toledo y Murcia.

Avicena y Averroes son los máximos exponentes de la medicina islámica, introductora en Europa de la alquimia que habían descubierto en Alejandría. El principal boticario en la España islámica pudo ser Ibm al Baytar que superando el anónimo “Herbárium Apuleii” que solo comprendía 129 remedios, y que provenía del s. IV, estudió a fondo la flora peninsular llegando a conocer afondo 1.400 especies de las que describió su morfología y aplicaciones terapéuticas.

La primera vez que aparece en España la palabra boticario en una determinación de San Fernando en 1217 dictada a favor del Concejo de la ciudad de Burgos.

La farmacia durante la Edad Media en el mundo cristiano, era desarrollada preferentemente como conventual, atendiendo a peregrinos y menesterosos, animados por el ejemplo de San Alberto Magno, que tanto estudió la botánica y que, al colaborar en el descubrimiento del arsénico, participó activamente en el desarrollo de la farmacia.

Sería injusto que no agradeciéramos a los frailes descubrimientos tangenciales tan agradables como el “chartreusse” que debemos a los cartujos y a los Carmelitas Descalzos el “agua del carmen” o de melisa. Pero desde la aparición del boticario “seglar” que va separándose paulatinamente del médico, siempre se consideró al fraile como un competidor intruso. Los abundantes pleitos de los boticarios con los drogueros con las potentes Comunidades Religiosas duraron hasta el s. XVIII. Por eso es de agradecer las características que atribuía Saladito de Ascolo al boticario: “no ha de ser muchacho ni muy mancebo, ni soberbio, ni pomposo, ni dado a mujeres y vanidades…; sea ajeno del vino y del juego, sea templado, no entienda de beberes, no acostumbre convites, sea estudioso y solícito, manso y honesto, tema a Dios y a su conciencia, sea derecho, justo, piadoso, mayormente a los pobres, sea también sabio experimentado en su arte, no mancebillo rudo, porque ha de tratar de la vida de los hombres, que es más preciada que todos los haberes del mundo. No sea codicioso ni avariento, ni extremo amador de los dineros…ni menos venda las cosas más caras del justo precio, porque mejor es que gane poco justamente que mucho con maldición; sea también fiel, maduro, grave y de buena conciencia… que ni por amor, ni por temor ni por precio tenga osadía de hacer cosa contra su conciencia o contra la honra del médico; conviene a saber: que no de a ninguna mujer preñada medicinas que le provoquen aborto...” y así continuaba una interminable retahíla de consejos y condiciones, la mayoría de las cuales poco servían para identificar a los frailes de la época, y menos cuando añadía que: “cuando el boticario es mancebo se debía casar, porque si así lo hiciere, domar sea su juventud, y así sería quieto y manso y honesto, trabajará siempre en su arte y aún deleitarse ha en ella”. Ahora bien, era imprescindible tener limpieza de sangre y ser hijos legítimos, al menos en segunda generación, si era por parte de padre y en primera por parte de madre. ¿Alguien les podría tachar de feministas?

En Aragón estaban bastante regulados los oficios sanitarios desde el reinado de Alfonso III con la creación de los Alcaldes Examinadores, aunque ya Castilla se había anticipado con las disposiciones de Alfonso X El Sabio. Pero no fue, como en tantas cosas, hasta los Reyes Católicos cuando se empezó a legislar seriamente sobre el particular, con la definición y creación del “Real Tribunal del Protomedicato” en 1477 y que habría de perdurar hasta los inicios del s. XIX. Se trataba de un organismo para vigilar, comprobar y castigar en su caso a los sanitarios, ya separados en médicos, cirujanos (barberos incluidos) y boticarios. Tenía además la facultad de dar la autorización, a través de los exámenes que hacían los Alcaldes Examinadores para trabajar en el oficio, otorgándoles el permiso correspondiente: “licentia operandi”.

En Murcia el ejercicio de la farmacia estaba en manos de judíos y moros, como en todo el sur de España, que se mantuvieron después del reinado de Alfonso X que la conquistó. Cuando se prohibió que los cristianos fueran atendidos por esos boticarios, como tiempo después sucedió con la expulsión de los moriscos, nuestra región se resistió cuanto pudo en cumplir la orden. La verdad es que los boticarios judíos y moros tenían un indudable prestigio y los cristianos escaso y poca experiencia. Tanto es así que en tiempos de los Reyes Católicos el único boticario cristiano en Murcia era Alonso Yánez que realmente era un converso como consecuencia de las predicaciones de San Vicente Ferrer, siendo su antiguo nombre  Izag Cohen. Así que cuando se dictó la orden de expulsión de los judíos, hasta el último momento se mantuvo a Abel Rabí, no solo dispensando desde su prestigiosa botica de la Plaza de Santa Catalina, sino examinando a los boticarios que habían de quedar en la ciudad, sustituyendo a los que eran expulsados. Sabemos que los nuevos  tenían que saber latín, tener más de 24 años y haber estado trabajando, al menos cuatro años, con un boticario acreditado.


José Antonio Caride de Liñán.
  
Editado por: La Redacción.

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