CAPÍTULO II
EVOLUCIÓN DE LA FARMACIA
Y
LA BOTICA DEL MUSEO DE LA HUERTA
En
el Renacimiento surge con especial brillo la figura de Paracelso,
el gran polifacético que nació el año siguiente al descubrimiento
de América y que murió a los 48 años después de romper todos los
moldes con que se topó. Su verdadero nombre, que él latinizó simplificándolo, era Aureolus Theofrastus Bombastus von Hohenheim; bajo, gordo, calvo y cheposo y, quizá, no muy simpático, no es de extrañar que fuese llamado el "Médico maldito", sobre todo por sus compañeros que le consideraban absolutamente heterodoxo. Para él, la medicina estaba basada en cuatro
pilares: la filosofía (por la necesidad de conocer la naturaleza
humana) la astronomía (ya que el microcosmos humano es reflejo e
interacción con el conjunto astral) la alquimia (como medio de
obtención de principios medicamentosos) y finalmente la moral en la
que se ha de basar toda actividad humana. Rompió con la medicina al
uso, atizando el fuego de una noche de San Juan para quemar los escritos de
Avicena y romper así con el pasado. A pesar de sus fantásticas elucubraciones
esotéricas, sus avances en la química y la farmacia fueron
evidentes; destiló y aisló alcoholes, licores, esencias y aceites,
descubrió el vitriolo (ácido sulfúrico, capaz de atacar al vidrio) y el agua fuerte (ácido nítrico). Obtuvo el laudano del opio, trató la sífilis con el
sulfato básico de mercurio (al que llamó “turbit mineral”), al
oxicloruro de mercurio le llamó “mercuriales vitrea” y fabricó
el famoso “Licor de Hoffman”, compuesto de éter y alcohol y que con su poder alucinógeno ayudaba para aliviar dolores en
intervenciones quirúrgicas. Varios de estos productos se encuentra en la “sala
botica” del Museo de la Huerta ya que su uso continuó hasta
finales del s. XIX. Estudió el cretinismo y el bocio empleando para su solución hierro y otras sustancias minerales y capto la existencia de otras enfermedades metabólicas.
Figuras
dignas de protagonizar novelas, películas u obras teatrales no
faltaron tampoco. A Leonardo de Fioravanti, que sin ser médico
recetaba, sin ser cirujano operaba y sin ser boticario hacía
medicamentos, debemos el famoso bálsamo de su nombre (de resinas,
nuez moscada y almizcle), así como las “Píldoras divinas”,
“licor Magno” o el "ungüento Angélico". ¿Cómo olvidarle si aún
algunas las encontraremos en el museo?
Los conquistadores españoles de América trajeron a Europa los conocimientos de la farmacia precolombina. Así conocemos el uso de alucinógenos,
coca, chicha o peyote. Quizá con ellos se hacían más llevaderos los dolores de la enfermedad y la espera de las jóvenes vírgenes que, para aplacar la ira de los dioses, últimos responsables de sus males, iban a ser sacrificadas en crueles y sangrientas ceremonias.
El
“Nuevo recetario” de Florencia, que apareció en 1498, puede ser
considerada la primera Farmacopea en el sentido actual del concepto.
Poco tiempo después (en 1511) apareció en Barcelona la “Concordia
Pharmacopolarum Barchinonensis in medecinis compositis” y en
1651 otra en Valencia ya con título de farmacopea: “Pharacopoeia
valentianensis ivssv et avtoritate amplissimi senatus elaborata et in
civivm salvtem adita”. La farmacia había encontrado ya su
camino. La primera Farmacopea Hispana, oficial es de 1793.
El
Colegio de Farmacéuticos de Madrid se creó en 1589 como
“Congregación y Colegio de Boticarios de San Lucas y Nuestra
Señora de la Purificación” con sede en el convento de San Felipe
el Real, aquel en cuyas gradas pocos años después deambulaba Don
Francisco de Quevedo levantando todo un vendaval de escándalos.
Este era un hermoso edificio a la entrada de la calle Mayor desde
Sol, que se debía a los famosos arquitectos Juan de Mora y
André de Nantes y fue desamortizado por Mendizábal en
el s. XIX y demolido para construir un bloque de viviendas que aún perdura.
El Colegio deambuló por diversos lugares como la Iglesia del Espíritu Santo de los Clérigos Menores en cuyo solar está ahora el Palacio de las Cortes o el Noviciado de los Jesuitas en la Calle de San Bernardo que tras ser desamortizado, se convirtió en Facultad de Derecho de la antigua Universidad Central de Madrid. En tiempos más modernos estuvo en la calle Barquillo no faltándole un huerto anejo para el estudio de la botánica, trascendental asignatura en época en la que los medicamentos se hacían en la reboticas y preferentemente de plantas medicinales.
El Colegio deambuló por diversos lugares como la Iglesia del Espíritu Santo de los Clérigos Menores en cuyo solar está ahora el Palacio de las Cortes o el Noviciado de los Jesuitas en la Calle de San Bernardo que tras ser desamortizado, se convirtió en Facultad de Derecho de la antigua Universidad Central de Madrid. En tiempos más modernos estuvo en la calle Barquillo no faltándole un huerto anejo para el estudio de la botánica, trascendental asignatura en época en la que los medicamentos se hacían en la reboticas y preferentemente de plantas medicinales.
España,
en le época de Carlos III, fue, aunque se suele ignorar, la
nación del mundo que más invirtió en pro del conocimiento de las
ciencias naturales. De aquí partieron diversas expediciones de
carácter científico de las que tenemos que destacar la de José
Celestino Mutis en 1784 al Perú y que, entre otras importantes
aportaciones, nos trajo la quina. La larga expedición que en su conjunto duró nada menos que treinta años, seguramente supera en su valor científico a las famosísimas de Cook, la accidentada de La Pérouse o la de Bouganinville. La primera supuso la anexión a la corona británica de Australia (ya descubierta muchos años antes por los españoles) y Hawai, cuya existencia se conocía por Álvaro de Saavedra sin que las hicieran españolas.
También la del capitán Alejandro
Malaspina cuatro años más tarde, con sus navíos “Atrevida”
y “Descubierta” expresamente proyectados y construidos para el
servicio que habrían de hacer circunvalando el orbe en un viaje
“político-científico” y en cuya expedición participaron
astrónomos, hidrógrafos, naturalistas, pintores, dibujantes y el
famoso botánico Née. Además de levantar 34 cartas marinas
consiguieron una ingente colección botánica y mineral.
Pasados
unos años, en tiempos de Fernando VII, y con otro propósito
medico-científico, debemos recordar la famosa expedición del
alicantino Francisco Javier Balmis que salió de La Coruña
con reservorios humanos (niños infestados por inoculación previa)
para vacunar de viruela, desde sus pústulas, en un largo viaje
alrededor del mundo. Estos hombres y mujeres (que de todo había en
la expedición) con la heroica intervención de aquellos niños
sacados de la Inclusa, salvaron de una muerte segura a miles de
personas y no solo de nuestras colonias. Escribieron así uno de los
hechos más asombrosos de la medicina mundial, y del que Jenner dijo que no se imaginaba que en los anales de la historia hubiese un ejemplo más noble y Humboldt la calificaba de la más memorable de la historia.
La farmacia moderna debe mucho a dos figuras señeras: Linneo y Lavoisier. El primero, que realmente era médico que ejerció de botánico, puede ser considerado el fundador de esta ciencia. Con su clasificación de nomenclatura binaria descrita para todos los ramos de la naturaleza por clases, órdenes, géneros y especies creó la nomenclatura zoológica total, incluido el hombre (homo sapiens). Fue el primero que utilizó el escudo y la lanza de Marte para identificar al sexo masculino y al espejo de Venus para el femenino. En su colección particular, a su muerte, tenía más de 14.000 plantas, 3.198 insectos y 1.564 conchas
A Lavoisier le debemos la química moderna pues desacreditó el “flogisto” descubriendo el misterio de la combustión y el protagonismo en ella del oxígeno. Descubrió que este elemento juntamente con el hidrógeno eran los componentes del agua. Concibió la nomenclatura química con la que se identifican todos los productos químicos. Definió “la ley de la conservación de la materia” y su aplicación a las ecuaciones químicas, entre otras cosas. Se le considera el padre del sistema métrico ya universalmente aceptado. Figura tan señera y a la que tanto debe la humanidad merecía un reconocimiento universal; así lo hizo el progresismo de la Revolución Francesa que como consecuencia de una acusación (como es natural, inventada) nada menos que del mismo Marat, de adulterar tabaco, le hizo guillotinar para satisfacción del populacho y gloria de la Revolución. Rodó su ilustre cabeza mientras un río de sangre inundaba el patíbulo y, según se dice, parpadeando para espanto de los presentes. La sentencia había sido inapelable y la queja de ciertos sectores, que pedían clemencia en virtud de la categoría del condenado, fue contestada por boca del Presidente del Tribunal: "¡La República no necesita científicos!"
Dibujo de J. A. Caride de Liñán |
José Antonio Caride de Liñán.
Editado por: La Redacción.
0 comentarios:
Publicar un comentario